miércoles, 23 de febrero de 2011

23F. . .¡YA HACE TREINTA AÑOS!


            Era una tarde normal, si desde la perspectiva actual se puede considerar como normales aquellos días; era la tarde del día 23 de febrero de 1981. Sin embargo un acto político de primera magnitud tenía expectantes a todos los españoles. Adolfo Suárez, primer presidente de nuestra recién estrenada democracia, había sido fagocitado por sus propios compañeros de partido, la UCD, y, para evitar un adelanto electoral, se iba a votar en el Congreso la investidura de otro correligionario, Calvo Sotelo, para presidir el gobierno el tiempo restante de la primera legislatura. No era la mejor forma de echar a andar en libertad bajo el marco constitucional que acabábamos de darnos gracias al esfuerzo de un ejemplar consenso político mayoritario. Sectores minoritarios de extrema derecha y de extrema izquierda –o simplemente asesinos- se empeñaban en romper la incipiente concordia sembrando el terror con frecuentes atentados terroristas. Una grave crisis económica amenazaba la esperanza de la ciudadanía hacia una pronta mejora de su lamentable situación personal. Un tenso debate constitucional sobre el desarrollo del título octavo, cogido con pinzas, provocaba un ácido enfrentamiento entre fuerzas centrífugas y centrípetas sobre el futuro diseño de la estructura del estado. Elementos que, en su conjunto, generaban un caldo de cultivo para que los poderes fácticos, especialmente el ejército, abonaran una serie de justificaciones, las de siempre, para presentarse como los salvadores de la patria. Por todo ello, como muchos ciudadanos, decidí seguir la votación nominal con cierta preocupación. ¿Sería capaz Calvo Sotelo de liderar el proyecto en el que Suárez había fracasado? ¿Qué cualidades le avalaban frente a las de Adolfo? La preocupación no era baladí.
            Como militante de la izquierda ya había sufrido los efectos nefastos de los intransigentes que habían quemado una librería de mi propiedad. Como miembro de la asamblea preautonómica valenciana había experimentado un episodio violento en la que una considerable multitud de ciudadanos nos impidieron durante varias horas en Valencia salir del Palau; era su forma agresiva de convencernos de su particular visión del naciente Estatut. Como secretario de formación de la ejecutiva del PSPV dirigida por Lerma había celebrado, meses antes, un curso de formación socialista en Polop con varias decenas de compañeros en la que desde Valencia me alertaban sobre  movimientos sospechosos de los militares de Bétera; era uno más de los rumores que venían sucediéndose sobre un posible levantamiento militar. Así eran los días normales de aquellos tiempos a los que con frecuencia se añadía la triste noticia de una nueva víctima mortal. Por ello no descartaba que saltara la noticia de un levantamiento cuartelero esporádico o de un atentado terrorista en cualquier momento; no me hubiera sorprendido que se suspendiera la retrasmisión momentáneamente para anunciarlo. Sin embargo, sucedió lo peor, dejando en mi memoria para siempre un nombre, el de mi compañero Núñez Encabo, y su casi imperceptible voz, ahogada por la barbarie, para manifestar su voto negativo a la investidura. Unos gritos indecentes, mezclados con el sórdido ruido de unos disparos, llenaron el hemiciclo de oscuridad y silencio. Un matón, vestido con el uniforme de la guardia civil y acompañado de otros de semejante calaña, profanaba el altar de la libertad y, pistola en mano, se subía a la tribuna dando órdenes a diestro y siniestro, mientras sus colegas zarandeaban al anciano general y vicepresidente del gobierno Gutiérrez Mellado, que les ordenaba, como superior en el escalafón militar, que depusieran su abominable actitud. Después, la noche, la incertidumbre y el temor a un baño de sangre. También la tristeza y la desilusión de comprobar que algunos, envalentonados por los acontecimientos, mostraban su rostro verdadero sin reprimir sus gestos de alegría –cuando todo era tristeza- e incluso sus comentarios amenazantes –cuando todo era impotencia. Al día siguiente, la vuelta a la normalidad. El esperpento liberticida quedaba definitivamente abortado aunque con una serie de incógnitas sobre su origen y su final. Las grandes manifestaciones por la libertad, celebradas luego en todas las ciudades, recompensaron a la ciudadanía de los sinsabores de semejante espectáculo. Mi partido me dio un plus de satisfacción al encargarme de coordinar, junto a los representantes de los demás partidos democráticos, la celebrada en Alicante. Fue un éxito. De nuevo me sentí muy feliz.
¡Por fin la normalidad que deseábamos! Al año siguiente, tras el triunfo electoral socialista en octubre, se confirmaba la solidez democrática con la alternancia política. Algunos de los que en la fatídica noche del 23-F dejaron ver su verdadero rostro, reconociendo por fin su derrota, apostaron por ella e incluso engrosaron las filas socialistas, necesitadas de refuerzos para afrontar la tarea que los ciudadanos nos habían encomendado. Apostando a caballo ganador, pronto, muchos de ellos, se auparon a determinados puestos de responsabilidad, tanto política como administrativa, olvidando para siempre dónde estaban o qué hacían aquella tarde “normal” de febrero que, en gran medida, supuso un antes y un después para muchos españoles. Algunos ya sabíamos dónde estábamos y qué teníamos que hacer. Afortunadamente ya han pasado treinta años de aquello. Pero conviene no olvidarlo.
                            Fdo. Jorge Cremades Sena

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