domingo, 19 de junio de 2011

Y AHORA NOS LAMENTAMOS

            Hechos muy graves se están produciendo últimamente en distintos pueblos y ciudades españolas sin que nuestras instituciones gubernamentales tomen cartas en el asunto, como es su obligación. Me refiero, entre otros, a determinadas actuaciones de los recién proclamados cargos públicos de Bildu, así como al movimiento de los indignados que, de seguir así, acabarán indignando a la inmensa mayoría de ciudadanos, si es que ya no lo están. Dos asuntos que, como mínimo, deterioran nuestro sistema democrático en unos momentos de especial dificultad por la crisis económica y sus lamentables consecuencias. Pero es más grave aún que, pudiendo evitarlo, algunos de nuestros gobernantes, dirigentes políticos, líderes sindicales y algunos medios de comunicación no sólo han sido comprensivos con sus ilegales actuaciones sino que se han erigido en defensores de su proceder desde el principio, vaya usted a saber por qué, aunque ahora algunos de ellos se lamenten. Olvidaron que en un Estado de Derecho quienes piensan que el fin justifica los medios, prostituyen la legitimidad de dichos fines por muy loables que sean, amenazando gravemente la estabilidad democrática y poniendo en grave riesgo la paz social. Precisamente para evitarlo, el gobierno democrático no sólo tiene el derecho, sino también el deber de cumplir y hacer cumplir escrupulosamente la ley, siendo el único ente legítimo de utilizar el uso de la fuerza si fuera necesario. Nadie más está legitimado para usarla. La Historia está llena de episodios en que, cuando un gobierno democrático hace dejación de este deber y es incapaz de mantener la paz y el orden, genera un caldo de cultivo muy peligroso que, normalmente, desemboca en la anarquía, preludio del autoritarismo o el totalitarismo, muchas veces con el respaldo de buena parte de la ciudadanía, que se refugia en el salvapatrias de turno. Este es el peligro real de una democracia debilitada y dirigida por unas instituciones a la deriva que, en todo caso, los demócratas hemos de evitar.   
            En el tema Bildu, los que apostaron claramente por su legalización, incluso a riesgo de un conflicto jurídico-institucional, ahora se rasgan las vestiduras porque su dudoso proyecto democrático ha desbordado todas las previsiones y va a controlar una buena parte de las instituciones vascas y sus arcas. ¿Qué uso van a hacer de las mismas? De momento, recién estrenado el cargo, ya han comenzado a bordear la legalidad –que deben cumplir y hacer cumplir- retirando símbolos españoles de las instituciones, intimidando a concejales rivales, amenazándoles y acosando su libertad de voto, y permitiendo la exhibición de símbolos etarras por parte de sus seguidores. Mañana, ya veremos. ¿Les recuerda algo el extinto y funesto gobierno tripartito catalán?
            En el tema de los indignados o democracia real, los que, desde el principio –y en pleno ejercicio de la soberanía popular-, derrocharon amplias dosis de comprensión a sus formas -antidemocráticas y vulneradoras de la legalidad- de plantear sus reivindicaciones, avalando la ocupación permanente del espacio público como un derecho de manifestación –incluso el día de reflexión-, están ahora desbordados ante la tozuda realidad final de este tipo de comportamientos. Quien siembra vientos recoge tempestades, dice un refrán castellano. Y así ha sido. Ahora resulta que sí hay violencia; pero la más grave de todas que consiste en acosar y pretender secuestrar la soberanía popular, lo que conduce directamente al caos. Coaccionar con violencia la labor de parlamentarios, acosar a alcaldes incluso en sus actividades privadas, insultar y amenazar a dirigentes políticos y sindicales, bajo el lema “no nos representáis” son gérmenes intolerables de anarquía o totalitarismo. ¿Quién les representa pues? Nadie, y, por tanto, nadie se responsabiliza de los desmanes que ilegalmente cometa el grupo. ¿Cuántos son? Desde luego, aunque se autoproclamen la voz del pueblo –lo correcto sería, en todo caso, de una parte minoritaria del pueblo-, muchos menos que los millones de ciudadanos que acabamos de participar en las elecciones. ¿A quién representan? Según sus itinerantes y esporádicos portavoces, a la última asamblea que un grupo de ellos acaba de celebrar. ¿Qué pretenden? Según ellos mismos una “democracia real” que, visto lo visto, sería, en todo caso, una democracia irreal por la inviabilidad de estructurar orgánicamente su proyecto, por muy loables que sean algunas de sus reivindicaciones. En democracia, los partidos políticos son instrumentos básicos de canalizar y representar ideologías para estructurar un proyecto de futuro que, mayoritariamente apoyado, pueda convertirse en gubernamental. Quienes no encuentren en los partidos existentes el cauce de sus ideas, pueden manifestarse o asociarse para presionarlos y, en todo caso, fundar un nuevo partido, pero siempre bajo el imperio de la ley democráticamente establecida. No hacerlo así es hablar de otras cosas que nada tienen que ver con la democracia.     
            ¡Claro que se podían haber hecho las cosas mejor! Pero, para ello, siempre es necesaria la aplicación inexorable de la legalidad vigente desde el principio y, en caso de duda, aplicarla en favor de la inmensa mayoría de la ciudadanía que sí la respeta aunque algunas de las leyes no sea de su agrado. Lo contrario favorece y envalentona siempre a las minorías violentas que “in crescendo” van ocupando espacios de impunidad muy difíciles de atajar después. La sabiduría popular es muy elocuente: quien juega con fuego, finalmente se quema. Por desgracia tenemos en España demasiadas hogueras encendidas y no son precisamente las de las próximas fiestas de San Juan en Alicante que, al menos, están controladas. Y ahora nos lamentamos. De momento, es lo que toca.
                                   Fdo. Jorge Cremades Sena

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