martes, 14 de febrero de 2012

GARZÓN, PREVARICADOR


            Por decisión unánime de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, máximo órgano jurisdicional de nuestro Estado de Derecho, el juez Baltasar Garzón ha sido condenado por prevaricación al restringir los derechos de defensa en el caso Gúrtel por ordenar escuchas de las conversaciones entre los imputados y sus abogados defensores. El juicio, como los dos que aún tiene pendientes, se ha celebrado bajo una presión mediática y política irresponsable que, en una especie de ceremonia de la confusión, ha creado en la opinión pública un caldo de cultivo peligroso, convirtiéndolo en un debate maniqueo entre buenos y malos, entre izquierdas y derechas, cuando sólo se trata de un asunto judicial: un juicio. Los excesos verbales, que se siguen vertiendo tras la condena, exceden los límites de lo tolerable, en especial los vertidos por dirigentes políticos y sindicales, que debieran ser defensores del marco democrático, en el que participan, y de sus reglas de juego, en vez de incitar al desacato a las resoluciones que se encargan de aplicarlas y de velar por su cumplimiento. Nuestro Estado de Derecho y su sistema judicial, susceptible de mejora como cualquier otro, está homologado con los del resto de países democráticos, especialmente con los de nuestro entorno, lo que desacredita a quienes irresponsablemente arremeten contra las instituciones que, democráticamente, nos hemos dado; un fenómeno inexistente en cualquiera de los citados países.
            Ni los corruptos han condenado a Garzón, como dice Llamazares entre otros, ni se le condena por luchar contra la corrupción, como ha hecho en casos anteriores. Al juez instructor le condena el TS por prevaricación: delito que cometen los funcionarios públicos al faltar a sabiendas o por ignorancia inexcusable a las obligaciones y deberes de su cargo. Algo que cualquier persona mínimamente informada debiera saber. Se le condena a instancias de la demanda interpuesta por el abogado defensor de un imputado por corrupción tras constatar que se vulneraba su derecho en el ejercicio de su profesión y el de la defensa de su cliente por haber ordenado el juez grabar las conversaciones entre ambos de forma ilegal. Salvo excepciones que contempla la ley, escuchar conversaciones entre abogado y cliente es muy grave en cualquier estado de derecho; hacerlo de forma genérica e indiscriminada, como ha sido probado en el juicio, es todavía peor. Se están violando derechos fundamentales que, tal como dice la sentencia, son prácticas propias de estados totalitarios y, por tanto, inaceptables en estados democráticos. Estos son los hechos concretos al margen de especulaciones.
Garzón es condenado, como cualquier otro ciudadano, tras un juicio con todas las garantías y todas las libertades para la comprobación de la prueba. Es más, por la calidad suprema del tribunal que le juzga debido a su aforamiento, ha gozado, si cabe, de un plus de privilegio legal que no tiene la inmensa mayoría de ciudadanos. Dicho tribunal, que todos quisiéramos si nos viéramos incursos en un proceso penal, basa su demoledora sentencia, técnicamente inapelable y por unanimidad, en hechos probados, al extremo que hacen casi lógica la unanimidad, pues los hechos probados que relata son tan meridianamente claros que impiden la defensa de cualquier voto particular por parte de cualquiera de sus miembros, circunstancia que, de haberse dado, tampoco invalidaría la sentencia, aunque, al menos, daría algún crédito a las críticas, que no a los insultos, por los argumentos expuestos en la defensa del voto particular. Ni siquiera es el caso de esta sentencia que, haciendo referencia a jurisprudencia internacional en temas de derechos humanos y garantías, consagra el derecho de defensa que cualquier demócrata debiera apoyar, pues una justicia sin garantías ni límites es una injusticia.
            Se supone que todo demócrata, al margen de su ideología, entiende que nadie debe ser impune, independientemente de su perfil o su trayectoria; que nadie debe estar por encima de la ley; que un pasado brillante no exime de un futuro error grave; y que el fin, por loable que sea, no justifica los medios. Asimismo, que mezclar ideología con justicia es perverso, pues, al margen de la ideología que personalmente tenga cada uno de los magistrados, imputados o abogados defensores, la aplicación de la justicia ha de ser objetiva, concreta y puntual con arreglo a la legalidad vigente tras la comprobación de los hechos imputados. Es preocupante que, estando de acuerdo con estos principios, se esté dando semejante espectáculo callejero y mediático; sería incluso peligroso si los protagonistas del mismo estuvieran en desacuerdo con ellos. Pero lo realmente grave, que debiera preocuparnos a todos, son las consecuencias procesales que puedan derivarse de la delictiva actuación del juez Garzón en la instrucción del caso Gürtel, no vaya a ser que quienes le califican ahora frívolamente como su “primera víctima”, tengan que reconocerlo después como su mejor defensor, por más que su intención fuese lo contrario. Si un elemento probatorio es nulo cuando se obtiene de forma ilegal, ya que sólo en procesos inquisitoriales se utiliza cualquier método para descubrir la verdad, está en riesgo declarar nulo el caso Gúrtel o parte del mismo, lo que impediría o dificultaría esclarecer uno de los casos más graves de presunta corrupción. ¿Quién sería el responsable si así fuera, el TS o Garzón, quien aplica la ley o quien delinque?
            Calificar “a priori” de fascista al TS y, “a posteriori”, de prevaricador y corrupto, o manifestar que no se respete ni se acate la sentencia, es sencillamente delictivo. Al menos lo sería en cualquier otro país democrático. En el nuestro, como es totalitario, no lo es.
                                   Fdo. Jorge Cremades Sena 

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