Un
turista muerto y un camionero herido de consideración cuando circulaban en sus
respectivos vehículos. Ante la cantidad de accidentes de circulación que se dan
en nuestras carreteras, tales sucesos ni se considerarían como noticia
extraordinaria, pues, lamentablemente, nos hemos acostumbrado a ellos al
aparecer en los medios de comunicación casi a diario. Sin embargo, en esta
ocasión, no se trata de un accidente más, ni de la enésima colisión provocada
por la imprudencia de uno de los conductores, ni de otro fatal y casuístico
encuentro de dos vehículos en alguno de los puntos negros que todavía existen
en nuestras carreteras. Es más, ni siquiera se trata de un accidente de
circulación en que el turista y el camionero hayan estado implicados, sino de
dos hechos lamentables, acaecidos en días distintos, cuyas consecuencias
podrían haber sido mucho peores. Ambos provocados por la irracional forma de
diversión de sendos grupos de adolescentes que, a falta de algo mejor que
hacer, deciden pasar el tiempo tirando piedras a los vehículos que pasan por
las autovías desde un paso elevado. Conductas de menores que, desgraciadamente,
ni son aisladas ni puntuales, aunque, afortunadamente, no siempre desencadenen
tan trágico desenlace. Para algunos, simples gamberradas de jóvenes; en
realidad, faltas graves o delitos de los que alguien debe hacerse responsable y
pagar por ello. Pero, si otras conductas delictivas más graves –asesinatos,
violaciones-, protagonizadas por menores, han activado todas las alarmas
sociales, dejando un sabor amargo en la sociedad por las sombras de impunidad
que muchos entienden que la Ley del Menor concede a sus autores, poco se puede
esperar de éstas y otras parecidas achacables a la imprudencia y no a la
intencionalidad de delinquir.
Ni es la
primera vez, ni, lamentablemente, será la última, que escribo sobre la
violencia protagonizada por menores. Mi contacto con ellos por razones
profesionales me permite afirmar que, ante la comisión de la mayoría de los
actos monstruosos que algunos protagonizan, hay una serie de precedentes
violentos cotidianos que, desgraciadamente, nuestra legislación olvida,
convirtiendo la Ley del Menor en un lamentable ejercicio de hipocresía social.
Nada que objetar a su finalidad de regular la responsabilidad penal de los
menores como sujetos susceptibles de una especial protección por razones de
edad. Pero todas las objeciones a la carencia de medidas preventivas para
evitar que los menores se conviertan en delincuentes habituales y,
considerándose impunes, sigan progresando en su escalada delictiva a sabiendas
de que, si llega el caso, su responsabilidad penal queda atenuada de forma tan
considerable. Si ni la familia, ni la escuela, ni el entorno ha sido capaz de
hacer entender a demasiados adolescentes que, entre otras conductas similares,
apedrear a los coches puede acarrear consecuencias tan graves es obvio que la
sociedad está fracasando estrepitosamente y por tanto es la responsable directa
de semejantes fechorías. Y también su víctima.
Si somos
incapaces de entender que, salvo excepciones que confirman la regla, las
conductas delictivas de los adolescentes están precedidas de una niñez
permisiva y descontrolada, difícilmente resolveremos la preocupante violencia
juvenil que genera tanta alarma social. Lamentablemente así es. Muchos niños,
sin que nadie lo remedie, se desarrollan en un ambiente permisivo, sin ningún
referente de autoridad y respeto, haciendo lo que les viene en gana. Pronto perciben
que ni sus padres, ni sus maestros, ni cualquier otra autoridad tienen
herramientas suficientes para reconducir su forma errada de proceder. Son
intocables frente a quienes tienen su tutela y la responsabilidad de educarlos,
quienes, desarmados e impotentes, prefieren sufrir el maltrato progresivo por
parte de ellos ante el temor de que cualquier medida correctora les sitúe en el
lado de los maltratadores. “¿Qué puedo hacer con mi hijo?” es la pregunta
recurrente. La respuesta más apropiada, “nada, hágale entender que tiene que
comportarse mejor”. Cualquier castigo o medida represiva es susceptible de
considerarse como maltrato físico o sicológico. La consecuencia inmediata es el
incremento de un maltrato en el ámbito familiar de los hijos hacia sus padres.
El niño toma las riendas de su propio destino, amparado en una libertad que a
su edad no le corresponde. Es lo políticamente correcto. Pero además, es paradójico que, junto a este
hipócrita proteccionismo frente a padres que quieren educar a sus hijos, se
abandone y desproteja a otros muchos niños que padecen un absoluto abandono por
parte de sus progenitores a quienes no se exige que cumplan su responsabilidad
de educarlos. En tan desesperanzador contexto sólo cabe esperar que los menores
rebasen socialmente los límites de lo razonablemente soportable y conviertan
sus gamberradas en indiscutibles delitos. Entonces sí funciona la última
trinchera de la hipocresía con la aplicación de la vulgarmente conocida Ley del
Menor, que debiera llamarse Ley de protección de menores delincuentes. Proteger
a los menores es otra cosa bien distinta.
Fdo. Jorge Cremades Sena
Reproduzco aquí otros artículos publicados en su día en algún periódico, pero anteriores a la creación de este blog:
VIOLENCIA EN LAS AULAS.
Las
recientes agresiones por parte de dos alumnos a sus respectivos profesores en
Alicante, junto a otros muchos que acontecen a lo largo y ancho de la geografía
española y que, por su mayor o menor relevancia, encuentran un determinado eco
en los medios de comunicación, ponen en evidencia un ambiente de violencia
progresiva en las aulas que es urgente erradicar si no queremos poner en grave
peligro el futuro de nuestra tolerante sociedad así como la integridad física y
moral de nuestros educadores y educandos. La lista, muchas veces callada, de
miles de profesores y alumnos (incluso de otros miembros de la comunidad
educativa) maltratados, vejados y ultrajados, física y moralmente, dentro de
los centros de Educación, es demasiado larga, para seguir soportando que la autoridad
legislativa, ejecutiva y judicial (coincidentes en la importancia de la Educación de nuestros
jóvenes a nivel teórico) no ponga los medios necesarios para, al menos,
invertir la tendencia, y que se limite sencillamente a administrar el caos. Si
hay que cambiar la legislación, que se cambie; si hay que habilitar más medios,
que se habiliten; y si hay que sancionar las irresponsabilidades con más
dureza, que se sancionen. Para eso les pagamos y no para lo contrario.
¿Qué hace un joven de quince años sin
matricular en un centro cuando por ley está obligado a estarlo? ¿Quién es el
responsable de que dicho adolescente esté vagabundeando y, obviamente, haciendo
fechorías durante el horario escolar? No es una excepción; muchos alumnos,
incluso matriculados para cubrir el expediente, no asisten a clase con
normalidad. Nadie hace nada para asegurar su derecho a una educación
obligatoria y, mucho menos aún, para obligar a
sus padres a que se responsabilicen de garantizar su escolarización
normalizada. Desde los centros educativos estamos hartos de enviar, año tras
año, los listados de absentismo, para que, en el mejor supuesto y en casos
excepcionales, la situación llegue a la fiscalía de menores y ésta comunique
que, salvo casos muy extremos y por otras contingencias de mayor gravedad, no
puede evitar tan lamentable situación. Ante esto, o cambiamos la ley, que
impone una escolarización obligatoria hasta los dieciseis años, y, sin
hipocresía, reconocemos que, desgraciadamente, son demasiados los padres que
pasan de la responsabilidad de que sus hijos sean educados (sé que esto no es
popular, pero es la verdad, que vivo cada día en mi profesión, y tengo que
decirlo), o, sencillamente arbitramos los mecanismos coercitivos pertinentes
para que estos padres cumplan con su obligación, incluso restringiendo sus
derechos de patria potestad o tutela si fuera necesario.
¿Qué se hace con un alumno que sistemáticamente insulta,
se burla e incluso agrede físicamente a otros compañeros o a sus profesores? No
es otra excepción, ya que, desgraciadamente, son demasiados los que tienen tal
actitud (sin incluir a los que simplemente desobedecen a los profesores, pues
serían muchos más). La solución es agotar un cupo de “partes disciplinarios”,
que se envían a los padres sin que nada cambie (o no pueden rectificar la
desviada actitud de sus hijos -es lo que suelen decir-, o no quieren, -es lo
que se intuye de los que no hacen ni caso-), para que, finalmente se inicie un
expediente de sanción (con todas las garantías procesales: instructor,
declaración, testigos…) que suele concluir con la expulsión temporal del centro
(un periodo de “vacaciones” en casa) durante algunos días o algún mes y, en los
casos más graves, con una expulsión definitiva del centro para que la
Administración Educativa simplemente lo envíe al IES vecino. El problema queda
solucionado.
En estas circunstancias el profesorado, responsable no
sólo del aula sino también de los pasillos, del patio de recreo, de la cantina
y de otras dependencias del Centro, se la juega diariamente, sin ningún medio a
su alcance, intentando evitar que la dramática situación acabe en tragedia y
que algún alumno “sufridor”, opte, como ya ha sucedido, por el suicidio o por una
respuesta desmesuradamente agresiva contra su “compañero” verdugo. ¿Dónde
estaba el profesor? ¿Cómo no lo ha impedido? ¿Es qué no lo sabía?, son las
preguntas en tales circunstancias; yo me pregunto ¿Cuáles son las respuestas?
El
profesor recientemente agredido físicamente sencillamente intentaba cumplir con
su obligación, tampoco es la excepción aunque por la gravedad de la agresión
haya trascendido, muchos otros diariamente son igualmente agredidos con
insultos, burlas y vejaciones (antesala de la violencia física) por cumplir, como
él, con su responsabilidad. Algunos vecinos y conocidos me han preguntado que
cómo se ha dejado pegar, no entendiendo que a ellos en el ejercicio de sus
trabajos les pueda suceder algo así, yo simplemente he respondido que se trata
de un alumno y además menor de edad (aun lo han entendido menos); para
tranquilizarlos les he añadido que no se preocupen, que seguramente el joven
agresor, si es que lo matriculan, será trasladado a otro centro y por lo tanto
el citado profesor ya no sufrirá más agresiones. . . (obviamente de ese
alumno).
(publicado en
Información el 3-11-2006)
CON TODOS MIS RESPETOS,
SEÑORÍA:
Un juez acaba de adoptar las primeras medidas
(libertad vigilada) contra el agresor de un profesor (un exalumno de quince
años) en su centro de trabajo, desestimando las medidas propuestas por la
fiscalía de menores y el equipo técnico (ingreso en régimen semiabierto), que
los jueces de menores suelen acatar. Sin entrar en qué medidas puedan ser las
más adecuadas (el tiempo lo dirá), no sólo como elemento punitivo por los
graves hechos cometidos, sino también como elemento rehabilitador del citado
joven e, incluso, como elemento ejemplarizante para que otros jóvenes, con
perfiles parecidos, reflexionen sobre las consecuencia de sus desviadas
conductas, sí es necesario hacer una severa crítica a los argumentos que utiliza
el citado juez para justificar su decisión, ya que, a todas luces, dichos
argumentos deterioran la tarea educativa en España, alentando precisamente a
aquellos que no cumplen con sus obligaciones educativas legales .
En primer lugar, como otras tantas veces, se pone en duda
la actuación del profesor, al argumentar que se desconocen las circunstancias
de la agresión, cuando ésta se produce en un aula del centro educativo, donde
el joven agresor, que no es alumno, no debe estar y el profesor, que tiene la
obligación de controlarla e impedir actividades contrarias a la ley, intenta
que se cumpla la normativa antitabaco en su centro. Salvo que el juez considere
que el profesor no fue lo suficientemente cortés para invitar al joven a
abandonar el recinto y por ello le impute responsabilidad en el inicio de la
agresión, ésta es cometida por alguien, que obviamente está incumpliendo las
normas, contra alguien que está velando porque las normas se cumplan y, en
principio, ante la duda, parece más razonable que el iniciador del problema sea
el joven al responder inadecuada y desproporcionadamente a los requerimientos.
Es algo así como si al ladrón que sorprendes en tu domicilio y encima te pega
(o tú le pegas) se le concede el beneficio de la duda de que por desconocer las
circunstancias exactas del conflicto no es totalmente el responsable de
iniciarlo, o, como ya sucedió en su día, no imputar a un presunto violador ya
que la violada llevaba pantalones vaqueros, con lo que se desconocen las
circunstancias de la agresión, que ella pudo consentir.
En segundo lugar, se utilizan consideraciones tópicas (con
las que, en principio, todos estamos de acuerdo) al argumentar que la
repercusión social no debe influir y que debe primar el interés por recuperar
al menor, dando a entender que las propuestas hechas por el fiscal de menores y
el equipo técnico (formado por educadores y sicólogos), influidas por la
repercusión social, no obedecen al interés de recuperar al menor y sí lo hacen
las adoptadas por el juez, quien, al parecer, argumenta que dicho equipo
técnico y la fiscalía no han tenido suficiente contacto con el joven. Salvo que
dicho juez haya tenido más contacto con el joven y por ello su decisión sea la
más adecuada en su beneficio, lo más razonable es dar más tiempo a fiscalía y
al equipo técnico para que analicen con más profundidad su personalidad,
calificada como “impulsiva al que le falta autocontrol”, y actúen en consecuencia
con las medidas idóneas para reconducir su conducta y recuperarlo.
En tercer lugar argumenta que el joven vive en una
familia estructurada y que además el joven trabaja, olvidando que la familia,
estructurada o no, está obligada por ley a tener al menor matriculado y es la
responsable de su asistencia a las clases, y considerando como positivo a favor
del menor que esté trabajando, circunstancia que tiene prohibida por ley. Salvo
que el juez considere que los menores de dieciseis años deben ponerse a
trabajar incumpliendo la ley (algunos padres lo practican con sus hijos) no se
puede considerar el trabajo de un menor como algo loable ni para el menor ni
para la familia que lo permite.
En definitiva, al margen de las medidas que haya tomado,
con todos mis respetos, Sr. Juez, tengo la sensación de que, con sus argumentos
para justificarlas, no sólo ha perdido una oportunidad de ayuda a la mejora de
la situación por la que atraviesa la Educación en España, sino que ha puesto
una losa más para que la labor de los educadores sea sencillamente imposible.
La sociedad le estaría más agradecida si hubiese argumentado que la familia
tiene la obligación de matricular y envíar a sus hijos a clase en edad escolar
obligatoria, que no se puede entrar sin autorización en las aulas al no ser
alumno del centro, que no se puede fumar en las mismas, que no se puede pegar
ni insultar a nadie (menos aún a un mayor o a un profesor), que no se puede
perder el control cuando te indican que estás obrando mal, que, siendo menor,
está prohibido trabajar. . . y que, por todo ello, el imputado debe permanecer
en “libertad vigilada” porque lo considera mejor que el “ingreso en régimen
semiabierto”.
(publicado en
Información el 8-11-2006)
EL SANCTA SANCTORUM DE LA FARSA :
De nuevo una sentencia judicial levanta
ampollas en esta sociedad sin rumbo que, carente en la práctica de sólidos
principios de convivencia, se complace en sacralizar teóricamente dichos
principios cometiendo en su nombre las mayores aberraciones y causando a las
gentes graves perjuicios, que, en definitiva, hacen cada vez más difíciles,
casi imposibles, las relaciones humanas y consolidan un futuro incierto y sin
rumbo. En semejante escenario, no es extraño que un cachete puntual dado por
una madre a su hijo con la intención de corregir su conducta equivocada,
mezclado con la herida circunstancial al golpearse con el lavabo, convierta a
esta madre en una delincuente (o delincuenta, para los amantes de la
seudoigualdad) y, como tal, sea condenada a encarcelamiento y alejada de su
hijo, al que, hipócritamente, con dichas medidas, se pretende proteger de tan
peligrosa maltratadora.
Acostumbrados
a ver en libertad a los verdaderos delincuentes (violadores, pedófilos, terroristas,
ladrones, matones y verdaderos maltratadores, entre otros), ya sea por errores
de la Justicia
o por la aplicación del sacrosanto principio de la reinserción (a los cuatro
días en la calle para que sigan delinquiendo), resulta repugnante que la celda,
que cualquiera de ellos debiera ocupar, sea adjudicada a esta pobre madre,
equiparada a los mismos de la noche a la mañana, sin reparar en el verdadero
daño que no sólo van a causarle a ella, sino también a su propio hijo y al
resto de su familia. Más repugnante, si cabe, ya que, al parecer, la sentencia
que nos ocupa es impecable desde el punto de vista jurídico, a diferencia de
otras muchas que obedecen a verdaderos disparates jurídicos de algunos jueces
pintorescos; y, más que repugnante, abominable, el celo de la Fiscalía , que, no
conforme con la pena impuesta, recurre la sentencia apelando a una mayor
condena (hay que aplicar la agravante de que los “malos tratos” se produjeron
dentro del domicilio familiar) para que la protección del citado menor sea
total y conseguir, de rebote, que su calvario dure el mayor tiempo posible.
¡Faltaría más, ante una sentencia jurídicamente perfecta, no debe escaparse el
mínimo resquicio punitivo que el Código Penal contemple!
Así
las cosas, no seré yo quien, desde estas líneas, critique, en este caso, la
actuación inmaculada del juez en cuestión, ni tampoco la del fiscal; aún menos
seré yo quien sugiera que no se aplique escrupulosamente lo que está legislado
al respecto (a mi juicio un disparate del Legislador, que hay que modificar
urgentemente). Simplemente me causa repugnancia que verdaderas chapuzas
jurídicas mantengan en libertad (con o sin fianza) a peligrosos delincuentes,
mientras que modélicas sentencias sirvan para encarcelar a una pobre madre y
ordenar su alejamiento del hijo por darle un cachete esporádico, con la
“perversa” intención de corregir su conducta o repeler sus incipientes agresiones.
Entretanto,
los que trabajamos diariamente con menores, los profesores del sistema público
de educación obligatoria, asistimos atónitos al incremento del absentismo
escolar, que controlamos celosamente, sin que nadie lo remedie; sufrimos las
agresiones verbales e incluso físicas de los alumnos o entre ellos mismos, para
que, en los casos más graves, como máximo castigo, sean trasladados al IES
vecino; y escuchamos estoicamente las manifestaciones de muchos padres sobre su
impotencia para obligar a sus hijos simplemente a que asistan a clase, a que
modifiquen sus conductas o, sencillamente, a que realicen sus tareas educativas,
y, en algunos casos, sus lamentaciones ante las agresiones y amenazas que
reciben de ellos, cada vez más frecuentemente. Todo ello sin que nadie haga
nada por remediarlo; por lo visto, es la fórmula políticamente correcta de
proteger al menor, aunque el resultado académico final, sea fatal y el
resultado global, el caos. ¿Qué deben hacer padres y profesores ante semejantes
actitudes de los menores? Nada, ya que puedes causar graves traumas al menor y
corres el riesgo de convertirte en maltratador. ¿Qué medidas tiene la Administración para
corregir las perniciosas conductas de forma preventiva? Ninguna, ya que
proteger al menor es el máximo objetivo y para ello ya están los padres y
profesores, que los educan, y la
Fiscalía de Menores, que vela para que así sea. Y, por si
todo falla, el Juzgado correspondiente, ya ven, se encargará de poner las cosas
en su sitio.
En
este Sancta Santorum de la Farsa
que hemos creado, en el que miles de niños y jóvenes, bajo el hipócrita
paraguas de su pseudoprotección, pululan a su libre albedrío, sin asistir a las
clases obligatorias, sin ningún tipo de respeto a nadie ni a nada, organizados
muchas veces en pandillas violentas y delictivas, y caminando hacia un futuro
dramático, cuando una pobre madre pretende sacar a uno de ellos, a su propio
hijo, de tan trágico escenario y, ante su impotencia, con todo el dolor del
mundo, le propina un cachete para que reaccione, queda convertida en una
delincuente peligrosa, encarcelada y alejada del mismo, para que éste pueda seguir
disfrutando del idílico escenario de protección que le hemos proporcionado.
Todo políticamente correcto y, ¡como no!, jurídicamente perfecto. Lástima que
socialmente sea trágico.
(publicado en Información el 17 de diciembre
de 2008)
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