Visualizando
imágenes de la intentona de asalto el Congreso de Diputados, del debate de
Política General en el Parlamento catalán y de las comparecencias en la
comisión de investigación de los EREs del Parlamento andaluz, coincidentes en
estos últimos días, y, sobre todo, escuchando debates posteriores al respecto,
protagonizados por políticos y tertulianos en diversos medios informativos, he
llegado a la conclusión de que todo lo que nos está sucediendo nos lo
merecemos. Aunque sean tres episodios puntuales, coincidentes en el tiempo,
reflejan una realidad que de forma progresiva se ha instalado en nuestra
peculiar forma de entender la democracia y, por tanto, la libertad como un
ejercicio de tolerancia, cuando no de comprensión, a la desobediencia civil, al
desacato institucional y a la corrupción política, entre otras figuras
delictivas. En definitiva, a considerar la ilegalidad como derecho de libertad
y, por ende, su persecución como ejercicio de represión dictatorial. Justo todo
lo contrario de lo que sucede en los demás estados democráticos consolidados.
En
cualquiera de ellos sería ilegal una manifestación convocada para ocupar el
Parlamento (exigiendo por “ordeno y mando”, la disolución de las Cortes, la
dimisión del Gobierno y de la Jefatura del Estado y la convocatoria de
elecciones constituyentes) y, en caso de producirse, sería reprimida de forma
contundente por las fuerzas de orden público, que para eso están. Aquí, no sólo
se legalizan dichas convocatorias, sino que, además, cuando las autoridades pertinentes
crean un dispositivo disuasorio para evitar la invasión de la Cámara, tan
democráticos sujetos se permiten el lujo de saltarse las barreras de seguridad,
insultar a los antidisturbios, agredirles con palos, piedras y otros objetos
contundentes, obligando a las fuerzas de orden público (únicas con legitimidad
democrática para usar la fuerza) a imponer el orden y la obediencia con métodos
más o menos expeditivos para evitar males mayores. ¿Dónde se centra el debate
posterior? En la actuación de la policía y no en la gravedad de los hechos que
la han provocado. Así, quienes en el fondo plantean un golpe de estado civil
aparecen como víctimas de una represión dictatorial. Los excesos de algunos
asaltantes se convierten en anecdóticos (“siempre hay minorías violentas”) y
los de algunos policías, en categóricos (“vuelven los grises”). Es obvio que lo
deseable para los manifestantes y algunos tertulianos es que las fuerzas de
orden público presentes (tan indignadas por los recortes como el resto de
funcionarios) se pasasen a su lado. Así, el golpe casi hubiese tenido éxito.
En cualquiera de ellos (centralista, federal,
o confederal; de las autonomías, no, pues somos el único), si la máxima autoridad
del Estado (en este caso el Sr. Mas) en una de sus instituciones territoriales ejerciese
competencias que no le corresponden e ilegalmente las propusiese y mantuviese
por encima de la autoridad competente según su legalidad democrática, éstas serían
anuladas de inmediato, obligándole a rectificar su totalitario proceder o a una
desautorización inmediata y, además, se enfrentaría al repudio contundente de
la inmensa mayoría de los ciudadanos. Aquí simplemente se le recuerda por parte
de la instancia superior (como si el sujeto no lo supiera) que su actuación no
se ajusta a la legalidad vigente y que existen mecanismos para impedir que se
lleve a cabo. ¿En qué se centra el debate posterior? En que no es el momento de
plantear dicha ilegalidad pues lo prioritario es resolver la crisis, en que su
pretensión (en este caso independentista) tiene o no viabilidad económica, en
que hay que buscar fórmulas para desatascar el desencuentro… Todo, menos dejar
bien claro que fuera de la Constitución no hay salida y sólo la voluntad
mayoritaria del pueblo español, la soberanía popular, es quien tiene la última
palabra y ésta reside en las Cortes Generales. Así de claro y contundente. Por
el contrario, quienes agreden por desacato institucional aparecen como víctimas,
mientras que los agresores son los que defienden el entramado institucional del
estado con escrupuloso respeto. El desmantelamiento estatal está servido.
En
cualquiera de ellos, si los máximos responsables de administrar los fondos
públicos (en este caso Chaves, Griñán y Magdalena Álvarez) de una institución
estatal (en este caso de la Junta de Andalucía), ante la malversación de más de
mil millones de euros, manifiestan en una comisión parlamentaria de
investigación, que no sabían “nada de nada” y que se enteraron “por la prensa”,
serían desautorizados por incompetentes o mentirosos e inhabilitados para
ejercer cualquier responsabilidad política en el futuro, al margen de las
posibles responsabilidades penales en que hubiesen incurrido. Aquí se les
mantiene en activo ejerciendo altas responsabilidades políticas y partidarias.
¿En qué se centra el debate posterior? Como hay tantos temas de actualidad
concurrentes, en algún comentario más o menos jocoso, para zanjarlo con el ya categórico
“Y tú, más”, al fin y al cabo, ¿qué rebaño carece de ovejas negras?
Que
España es diferente, no hay duda. Y así nos va.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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