Aunque
parezca banal, el perverso derrotero de demasiados acontecimientos indeseables
que suceden en España, hace necesario que, al menos de vez en cuando,
recordemos qué es un Estado de Derecho y cómo se ejerce la democracia y la
libertad en el mismo, tal como lo entienden todos los ciudadanos en los
distintos países libres y democráticos del mundo. En España, por lo visto, no
lo tenemos tan claro y, por ello, vale la pena reflexionar al respecto en
beneficio de todos.
El
Estado de Derecho, ya desde su acepción formal, está sometido al principio de
legalidad, pero en su acepción real, como es el caso, requiere además que
cualquier poder esté limitado por la ley, condicionando no sólo sus formas sino
sus contenidos. Por tanto, además del principio de legalidad, que incluso
estados autoritarios pueden asumir, requiere como mínimo la obligatoriedad del
Derecho respecto al Estado, la supremacía de la Constitución y la
responsabilidad del Estado frente a sus ciudadanos. En el Estado Constitucional
de Derecho, como es el caso, el principio de legalidad, consustancial a todo
Estado de Derecho, no sólo obliga a la administración y la jurisprudencia, sino
también al legislador ordinario que ha de respetar la Constitución, garante de
los derechos fundamentales y del modelo institucional estatal. Por ello, en
cualquier país democrático y civilizado, regido por el Estado de Derecho, sus
ciudadanos y especialmente sus gobernantes entienden que el primer requisito de
una convivencia en paz y libertad es la lealtad constitucional, es decir, la
obligación de fidelidad a las reglas de juego establecidas, recogidas en su
Constitución, y el acatamiento a la legalidad vigente que emana de las mismas. Sin
entrar en más detalles técnicos –ni el espacio lo permite, ni el objetivo de pedagogía
política lo requiere- en cualquier Estado de Derecho Democrático sus autoridades
se rigen, permanecen y se someten al derecho legítimo vigente, actuando todos
ellos conforme al ordenamiento territorial, institucional y competencial
establecido. Es la diferencia sustancial con estados autoritarios,
dictatoriales o totalitarios de cualquier signo ideológico.
Es
precisamente el respeto y acatamiento a las reglas de juego establecidas en la
Constitución lo que asegura una convivencia pacífica, democrática y libre,
evitando que se convierta en violenta, anárquica y libertina, antesala para
facilitar la instauración de regímenes totalitarios. Por ello la Constitución,
además de garantizar los derechos y libertades de los ciudadanos, además de
legitimar los distintos poderes del Estado y la autoridad de los cargos que la
ejercen, además de marcar el territorio y la organización
político-administrativa estatal, así como otros muchos aspectos no menos
importantes, es a la vez el corsé necesario que marca las líneas rojas que
jamás han de rebasarse. Es el límite indispensable para posibilitar el ejercicio
práctico de la libertad y la democracia a una sociedad, así como la garantía de
una convivencia pacífica y segura. Es la concreción necesaria para llenar de
contenido ambos conceptos, pues en su acepción teórica, libertad y democracia,
no son más que conceptos abstractos que, en todo caso, jamás pueden significar
que cada cual haga lo que le venga en gana o que un grupo decida hacerlo a su
antojo simplemente porque una mayoría del mismo así lo quiere a su libre
albedrío. Por eso es incuestionable que cada una de las instancias estatales,
cada autoridad legítima que la represente, se someta en todo momento al
cumplimiento escrupuloso de la ley, actuando conforme a las competencias que
ésta le haya encomendado. De no hacerlo, queda ineludiblemente deslegitimado
para seguir ejerciendo su autoridad, obtenida gracias a la legalidad que ahora
pretende desacatar aunque sea para conseguir loables y legítimos objetivos.
Cualquier reivindicación tiene cabida dentro de la legalidad, incluida la
reforma de la propia Constitución si para ello fuese necesario, pero siempre
respetando los requisitos establecidos al respecto. Lo contrario supone
situarse en la senda del totalitarismo.
Cuando, para
conseguir su proyecto político, un gobernante democrático actúa contra la
legalidad que legitima su propia autoridad, invade competencias que la soberanía
popular no le ha confiado, desafía al entramado institucional establecido y al
resto de autoridades del estado, enfrenta interterritorialmente a los
ciudadanos y alienta a sus seguidores a desafiar insolidariamente al bien
general, culpando a los demás de todas las dificultades y considerándoles como
una rémora para salir de las mismas, se convierte en el peor enemigo de la
democracia, la paz y la libertad. Un visionario peligroso que, prevaliéndose del
estatus conseguido democráticamente, sólo entiende la democracia como método
para conseguir el poder personal suficiente para imponer su ideología
liberticida. Un dictador en potencia que no tendrá reparos en acusar como tal
al Estado de Derecho del que forma parte si éste le aplica las sanciones que
establece la Constitución para evitar precisamente su demolición. ¿Sucede algo
de esto en España? Analícenlo ustedes.
Fdo. Jorge Cremades Sena
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