Al
margen del resultado electoral en Cataluña que, tras el giro secesionista de
CiU, pone de manifiesto la crisis de Estado que padecemos; al margen del
varapalo que ha recibido Artur Mas; y, al margen del desenlace final de su
aventura independentista que, tras su fiebre sentimental y utópica, requiere,
en todo caso, grandes dosis de racionalidad y realismo por parte de todos, se
abre un nuevo escenario, espero que democrático, en el que ya nada será igual
en España, políticamente hablando. Si el nacionalismo fue el cáncer que destruyó
Europa en el pasado, es obligado evitar que su metástasis destruya España en el
presente y la mejor receta, sin lugar a dudas, es la democracia, antídoto
perfecto frente al virus totalitario que genéticamente acompaña a cualquier
nacionalismo. Pero la democracia no se garantiza porque un pueblo, en este caso
el español, decidiera en su momento dotarse de un marco jurídico democrático;
requiere además que las distintas instituciones y autoridades que lo conforman
sean leales con la legalidad establecida, cumpliéndola y haciéndola cumplir de
forma permanente. Es lo que, lamentablemente, ha fallado en nuestro país,
especialmente en lo referente al desarrollo del título VIII de la Constitución.
Sólo así se entiende que el anti-españolismo, después de tres décadas de
democracia, supere hoy en determinados territorios al existente en la Transición
y que, incluso, germinen brotes verdes del mismo en territorios donde no
existía. Por tanto, es positivo que Artur Mas haya liquidado de un plumazo el
tradicional nacionalismo catalán, quitándose la careta que ocultaba sus
verdaderas intenciones independentistas, que superan incluso el planteamiento
de sus mentores como Prat de la Riba o Francesc Macía, quien, como primer
presidente de la Generalitat, proclamó unilateralmente la “República Catalana
como Estado integrante de la Federación Ibérica” o su sucesor, Lluis Companys,
al proclamar “el Estado Catalán dentro de la República Federal Española”. El
órdago sin precedentes de Artur Mas requiere que, de una vez por todas, se
acometa con todas las consecuencias, la reforma del caótico Estado Autonómico
pues, a las pruebas me remito, nada puede ya, ni debe, seguir siendo igual,
salvo que el objetivo sea la autodestrucción del Estado Español.
Sin
embargo, esta crisis de Estado, consecuencia de su propia negligencia, no se
superará con un simple maquillaje para buscar acomodo ventajoso de Cataluña dentro
del mismo; otros territorios exigirían idéntica reivindicación insolidaria
haciendo inviable la existencia del propio Estado. Tampoco, haciendo oídos
sordos al fracasado órdago masista para que salga indemne del berenjenal en que
se ha y nos ha metido. Superar la crisis de este acéfalo y, s su vez,
pluricefálico Estado Autonómico pseudofederalista, parecido a una hidra con
diecisiete cabezas que pugnan por devorarse unas a otras, requiere de una segunda
Transición, un nuevo pacto entre todos los españoles. Si el primero sirvió para
salir de la dictadura nacionalista española, el segundo debe sacarnos de la
devaluada democracia a causa de los nacionalismos periféricos, enfrentados, con
más o menos éxito, hasta la saciedad de forma desleal contra el Estado del que
forman parte, gracias a las ventajas que éste les otorga, incluso en la
legislación electoral, y a la permisividad, cuando no complicidad, con sus
actos antidemocráticos. Un pacto que, ante la inviabilidad de un estado
unitario y la inoperancia de mantener el genuino estado autonómico tal cual,
pasa, según algunos analistas, por crear un estado federal que evite procesos
independentistas anacrónicos e inasumibles no sólo en España sino también en
los demás estados que conforman la UE. Pero no hay que olvidar que el primer
requisito del federalismo, normalmente entre entidades políticas soberanas, que
no es el caso, requiere dejación de soberanía por parte de los estados
federados a favor del Estado Federal resultante, mientras que aquí se pretende
precisamente lo contrario. La cuestión es que la Historia de cada cual es la
que es, por más que se quiera enmascarar.
En
cualquier caso, lo primero a tener en cuenta es que el problema de fondo no es
el modelo de estado, sino la voluntad política por parte de todos de actuar con
lealtad democrática, sometiéndose a sus reglas de juego y desautorizando a
quien actúe al margen de las mismas. Así lo supusieron los constituyentes al
diseñar el Título VIII de la Constitución para transformar el estado español,
tradicionalmente unitario y centralista, en estado descentralizado de corte
federalista, aún siendo “rara avis” en el proceder histórico de los estados
existentes. Y no ha fallado el modelo, lo ha invalidado quienes, desde el
inicio, lo han dinamitado sin ningún tipo de cortapisas incentivando y
desarrollando políticas centrífugas e insolidarias, que esencialmente son
impensables en cualquier tipo de estado y especialmente si es federal. Con
estos planteamientos, hablar de federalismo o de cualquier otro modelo estatal
es una gigantesca pantomima. Un estado democrático no es viable si apoya e
incentiva políticas liberticidas que pretenden destruirlo con métodos ilegales,
extorsionando las libertades que dicho estado garantiza. Es, sencillamente, una
contradicción inasumible. Por tanto, lo primero que toca ahora es garantizar
explícitamente que cualquier decisión tendente a superar la crisis de Estado se
ajustará estrictamente a la legalidad vigente, es decir, la legalidad
constitucional, que es la única legítima y democrática, desenmascarando y
desautorizando a quienes apelan a una supuesta “legitimidad democrática” al
margen de la anterior. La mejor forma de fortalecer la democracia es exigir
que, en cada momento, cada palo aguante su vela. Las últimas declaraciones de
Durán i Lleida en el sentido de mantener la reivindicación del famoso
referéndum desde la legalidad es un buen inicio. Esperemos que tras ellas no
existan nuevas caretas que ocultan la realidad. La liquidación del pseudonacionalismo
constitucionalista de CiU para transformarse en independentismo, al menos,
aclara a sus votantes y al resto de ciudadanos a lo que realmente estamos
jugando. Es una opción tan legítima como cualquier otra, siempre que se
desarrolle dentro de los cauces legales. Lo anterior era sustancialmente peor y
más confuso. Por ello ya nada puede, ni debe, seguir siendo como hasta ahora.
Fdo. Jorge Cremades Sena
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