La
trágica noticia del naufragio de una barcaza repleta de inmigrantes cerca de la
isla italiana de Lampedusa, con un balance de casi trescientos muertos, debiera
causarnos a todos los europeos una infinita vergüenza que nos sonrojara el
rostro al extremo de que, físicamente al menos, pareciéramos una nueva raza
humana, desde luego culturalmente deshumanizadora y deshumanizada. Sobre todo,
si tenemos en cuenta que lo acaecido en Lampedusa no es un hecho aislado, ni un
accidente casual imprevisible. Es el enésimo episodio de angustia, desesperanza
y muerte de quienes, condenados a un infierno de barbarie y horror humano desde
su nacimiento en gran parte de África y Asía (sin descartar otros lugares del
mundo), deciden jugárselo todo, incluso la vida, para huir con destino a
nuestro infierno europeo, mucho más sofisticado que el suyo, pero, en el fondo,
no mucho menos cruel e injusto, aunque, eso sí, bastante más hipócrita, al
extremo de que desde la orilla sur del Mediterráneo lo ven como un paraíso.
Pues bien, en este
infierno europeo, disfrazado de paraíso, España, Italia, Grecia y Turquía,
próximos geográficamente a los infiernos del sur, se han convertido en barreras
bastante permeables para vetar la entrada al falso paraíso europeo,
especialmente el diseñado como UE. ¡Como si estos países no fueran infiernos
internos de la UE, por más que, comparados a los externos, parezcan purgatorios!
Y justo para llegar a ellos es cuando comienza la última tragedia de quienes
emprenden el arriesgado éxodo con la intención de dejar atrás su propia
tragedia personal de origen. Buena parte de ellos, como en este último
naufragio en Lampedusa, pierden la vida durante la travesía. Buena parte de los
supervivientes (eso sí, tras reconocerles médicamente y reanimar su estado
físico ¡faltaría más!) quedan hacinados en centros de acogida de inmigrantes
hasta que puedan ser devueltos a sus infiernos originales, siempre que se pueda
averiguar cuáles son. Y el resto a sobrevivir sin identidad y en clandestinidad,
bajo la denominación genérica de “sin papeles”, antes de pasar, tarde o
temprano, a la situación del grupo anterior tras malvivir en la indigencia,
explotado laboralmente o dedicado a actividades delictivas. Llegados al
“paraíso”, de algo hay que vivir para no morir de inanición como en sus países.
Es el destino dorado que la UE ofrece a quienes cruzan desde la otra orilla,
dejando en manos de sus socios más débiles la tarea de impedírselo.
Sin medios, ni
decisión política, para frenar esta locura desde su origen, una serie de leyes
y medidas coercitivas en el destino, deshumanizadas e insuficientes, mantienen
esta diáspora macabra desde el mundo subdesarrollado al desarrollado con
absoluta indiferencia. El mundo desarrollado (es decir, nosotros) se refugia en
argumentos genéricos racionales, como “la inmigración no puede ser infinita, ni
descontrolada”. Cierto, pero ello no puede justificar una legislación
insensible, a veces tan inhumana, que hasta convierte en delincuentes a quienes
ayuden a los que pretenden entrar de forma clandestina. Y luego,
hipócritamente, a rasgarse las vestiduras cuando algunos pesqueros, como es el
caso, deciden pasar de largo en Lampedusa, haciendo caso omiso a la petición de
socorro de la barcaza naufragada. Por su parte, el mundo subdesarrollado (es
decir, ellos) sometido a todo tipo de vejaciones por oligarquías locales que,
amparadas en dictaduras sanguinarias, luchan entre sí por conseguir el poder
absoluto, ante la indiferencia de la comunidad internacional, que en nada les
ayuda para salir de la situación, aspira al derecho natural básico de la
supervivencia, que nadie les garantiza en sus lugares de origen. Y luego, sin
que se nos caiga la cara de vergüenza, a mostrar una hipócrita generosidad
humana con campañas esporádicas de ayuda (a refugiados, a centros de
inmigración, a huérfanos, a hospitales….) que, siendo obviamente necesarias,
jamás solucionan la erradicación definitiva de tan inhumano problema.
Vergüenza sonrojante
por nuestro egoísmo ciego e inhumano de pretender consolidar en este mundo globalizado
un paraíso ficticio prestado (casi todo lo debemos), con los pies de barro (la
crisis lo evidencia), generando un espejismo no sólo en nosotros mismos, sino
también en el mundo de miseria, pero totalmente real, que lo rodea. Vergüenza porque
nos empeñamos egoísta e irracionalmente en vender nuestro espejismo, conocido
como Estado del Bienestar (preñado de todos los parabienes sociales, políticos,
morales y económicos), mientras ellos no pueden seguir en su cruda realidad,
generándoles una vana esperanza de salvación, que se desvanece, como en
Lampedusa, incluso antes de llegar al destino. Llegar, incluso hasta puede ser
peor.
Hace unos años,
cuando me dedicaba a la “cosa pública” en temas de cooperación al desarrollo,
un joven indigente africano a punto de ser devuelto a su destino, ante mi
extrañeza por su tristeza de regresar a su país, viviendo aquí de forma tan
precaria, me dijo escuetamente “en mi país no hay cubos de basura”. Me callé.
Su magistral lección no he podido olvidarla, al igual que sus inmensos ojos
negros impregnados de una infinita tristeza y una gran resignación. Hoy, con
todo el dolor de mi alma, le hubiera tenido que decir que aquí sigue habiendo
cubos de basura, pero que cada día que pasa hay más competencia por ellos. Como
en su país, entre unos cuantos, cada vez menos, lo están acaparando todo. Allí
con más descaro y menos escrúpulos. Cuestiones geopolíticas y geoeconómicas. Al
final, son los mismos y están en todas partes.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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