Es la noticia por excelencia. Todos los
diarios españoles importantes la llevan en portada y algunos de ellos
prácticamente en exclusiva. No es para menos. Este enésimo paso dado por Artur
Mas en su delirante camino hacia ninguna parte es de tal gravedad, no tanto en
el fondo, sino en las formas, que deja poco margen a cualquier solución
razonada y razonable. Una doble pregunta, para que quepan todas las
sensibilidades secesionistas. “¿Quiere que Cataluña sea un Estado?”, y, si
responde afirmativo, “¿Quiere que éste sea independiente?”; incluso cabría
hasta una tercera pregunta para cerrar el círculo, por ejemplo, ¿Qué más quiere
usted? Una verdadera locura, insólita en el mundo civilizado y democrático,
que, por encima de leyes y constituciones, por encima de derechos y deberes,
pretende abrirse camino, pase lo que pase y caiga quien caiga, al margen de las
nefastas consecuencias que provoque en primer lugar en Cataluña, en España
después y finalmente en toda la Unión Europea. Es la materialización del mayor
desafío totalitario que un gobernante regional hace a su propio Estado
democrático, obligando a éste a defender con uñas y dientes la soberanía que su
propio pueblo se ha otorgado o a claudicar ante la sinrazón violenta de quienes
desde sus mismas entrañas utilizan el poder que se les ha otorgado contra
quienes tienen legitimidad para hacerlo, el pueblo español.
Ante semejante amenaza sólo cabe la respuesta democrática
y rotunda del gobierno que el pueblo amenazado eligió democráticamente. “La
consulta no se va a celebrar; es inconstitucional” ha dicho Rajoy. Y ha dicho
bien. “Les garantizo que esta consulta no se celebrará porque choca con el
fundamento de la Carta Magna, la indisoluble unidad de la nación española”, ha
rematado el presidente del gobierno contundentemente. Como no podía ser de otra
forma, salvo que, una vez más en nuestra historia, nos dispongamos a dinamitar
los cimientos del Estado Español, tanto los dirigentes del PSOE, primer partido
de la oposición, como los del PP, pasando por los de UPyD, Ciutadans y otras
formaciones minoritarias, han cerrado filas con el presidente Rajoy en la
defensa contundente de la democracia. Un gesto esperado de responsabilidad
frente a quienes, titubeantes aún, o claramente alineados con la amenaza
antidemocrática, están dispuestos a llegar hasta el borde de un abismo con
consecuencias impredecibles en caso de no frenar a tiempo. Ellos sabrán lo que
hacen y la Historia se encargará de colocarlos en el lugar que merecen.
Desgraciadamente, cuando más firmeza se requiere por
parte de todos los demócratas para defender la libertad, en las tertulias
mediáticas se percibe aún en algunos personajes un tufo putrefacto a la hora de
justificar lo injustificable. Cuando las amenazas dejan de ser retóricas para
convertirse en reales, no caben justificaciones ni medias tintas. Otro gallo
cantaría si en su debido momento se hubiese actuado enérgicamente frente a
hechos puntuales o desacatos intolerables de menor entidad. Hoy no estaríamos donde
estamos, aunque ya no es momento de lamentarnos de un pasado errático, sino que
es momento de enderezarlo. He repetido mil veces que la rotunda aplicación de
la ley es la mejor de las garantías para la supervivencia de una sociedad
democrática. Por ello no entiendo los cantos de sirena de algunos instando a
una negociación innegociable o alertando de las consecuencias de aplicar la
legalidad constitucional, al extremo de, si fuera necesario, intervenir incluso
la comunidad autónoma, si es lo que al final pretende el Gobierno de la
Generalitat y sus valedores. Algún precio habrá que pagar ante la amenaza
insensata de la sinrazón y, democráticamente hablando, siempre será más barato
reforzar el sistema democrático que rendirlo ante los insensatos, aunque de su
sometimiento legal hagan después un ejercicio más de victimismo con un claro
objetivo electoral. ¿Acaso no es el victimismo embustero la esencia de su razón
política? La única alerta ineludible es la amenaza descarada al Estado de
Derecho.
Tal como está planteado el problema la única solución
posible desde el lado democrático es contraponer como última barrera el
escrupuloso respeto a la Carta Magna con todas sus consecuencias, dejando bien
claro que los daños colaterales que pudieran producirse (incluida la
intervención de la Generalitat por parte del Estado Español del que forma
parte) son responsabilidad exclusiva de quienes, irresponsablemente, pretenden
imponer su voluntad a la inmensa mayoría de los españoles, incluidos los
catalanes, y en modo alguno de quienes tienen el derecho y el deber de actuar
ante semejante desafío antidemocrático de corte totalitario. Quién no tenga
esto bien claro ni esté dispuesto a dar la cara en su defensa es tan peligroso
como quien, teniendo clarito lo contrario, está dispuesto a hacer cualquier
cosa para imponer su pensamiento único.
Mas y sus colegas tienen todo el derecho a declararse
independentista y a reivindicarlo públicamente, siempre que de forma inequívoca
acate y se someta a la decisión mayoritaria de los españoles, incluidos los
catalanes, y a las reglas establecidas por ellos. Pero ello no le otorga el
derecho de insultar a los españoles no catalanes, tachándolos de ladrones e
imperialistas por ejemplo, ni a dividir a los españoles catalanes en ciudadanos
buenos o malos, según coincidan o no con sus objetivos. Menos derecho aún a utilizar
su cargo institucional y los recursos públicos pertinentes para arremeter
contra el Estado al que él mismo representa, pues, superando con creces el
concepto de deslealtad, es lo más parecido al concepto de traición.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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