No
cabe duda alguna, la democracia española está enferma y empeora a pasos
agigantados. Cada día aparecen síntomas nuevos de su enfermedad, que se agrava
progresivamente, afectando a sus distintos órganos y debilitándolos de tal forma
que cada vez es más difícil hacerlos funcionar con normalidad para optimizar el
cometido que a cada uno de ellos le hemos encomendado. El resultado, un déficit
democrático preocupante que amenaza la solidez del sistema. Ni los partidos
políticos, ni las distintas instituciones gubernamentales, ni los sindicatos,
ni las asociaciones ciudadanas, ni los medios de comunicación etc etc, están a
la altura de las circunstancias a la hora de ejercer escrupulosamente las
respectivas responsabilidades asignadas, provocando un caos organizativo de
padre y muy señor mío que no hay por dónde cogerlo y un desmadre descomunal en
el que cada cual hace lo que le viene en gana, sea legal o no. Si nadie lo
evita y, al final, no pasa nada, pues siempre hay “razones” que lo justifican
todo, las autoridades pertinentes que decidan hacer bien su trabajo, como es su
obligación, siempre corren el riesgo de ser tachadas de fascistas y represoras,
por quienes, precisamente, utilizan la violencia, verbal o física, como método
de imponer a los demás sus criterios. Y, ante semejante panorama, lo menos
complicado para los gobernantes es hacer dejación de su autoridad, que es
precisamente lo más nefasto para el sistema democrático, basado en el principio
de legalidad y amparado en el imperio de la ley.
Aunque
sobre la dejación de autoridad se pueden poner cientos de ejemplos e
ilustrarlos con sus respectivas consecuencias nefastas en áreas como la
corrupción, el independentismo, el sistema carcelario, los movimientos
antisistema, los partidos, el sistema financiero, los sindicatos, etc etc, el
más ilustrativo, por su concreción e inmediatez, es lo sucedido en Burgos en
estos días, paradigma de lo que jamás debiera hacerse en democracia. Que un
gobernante, en este caso local, con cuyo partido, en este caso el PP, gana por
mayoría superabsoluta la alcaldía, en este caso la de Burgos, se rinda ante la
protesta callejera vecinal, adulterada con grupos violentos, porque pretende
cumplir con su programa electoral, en este caso la construcción de un bulevar,
es simplemente intolerable. Que la oposición, en este caso el PSOE, que también
llevaba el dichoso bulevar en su programa, no haga piña con el alcalde frente a
la violencia callejera, es indecente e hipócrita. Y que los vecinos, al margen
de las razones de su cambio de criterio (si fueran los que desde siempre se
opusieron serían una exigua minoría a tenor del resultado electoral), no hayan
desenmascarado y rechazado a los grupos violentos, ni hayan recurrido a los
cauces normales de protesta, sino todo lo contrario, es inexplicable y
peligroso. Al final, entre unos y otros han propiciado que en Burgos triunfe la
anarquía, la tiranía o el radicalismo violento, da igual, y, en todo caso, se
han cargado la democracia.
Quema
de contenedores, rotura de escaparates, botellas de gasolina, insultos y gritos
han sustituido a las palabras y razonamientos como cauces de participación y
agentes de la decisión final. No sólo en el barrio burgalés de Gamonal, el
lugar elegido para construir el bulevar, sino en más de cuarenta ciudades que,
al grito de “Todos somos Gamonal”, se solidarizaban extrañamente con el
proceder de los vecinos burgaleses. Triunfo de la rebelión violenta. No en
vano, algún que otro líder, de algún que otro partido, supuestamente
democrático, manifestaba el deseo de que Gamonal fuese la chispa que incendiase
la revolución en España. Por tanto, junto a los violentos y enmascarados
anónimos, no extraña la proliferación de manifestantes, encuadrados en grupos
antisistema y partidos o asociaciones como los Colectivos de Jóvenes Comunistas
de España, Unión de Juventudes Comunistas, Alternativa Republicana de Madrid,
CNT….que, todos ellos juntos, apenas consiguen el 1% de apoyo electoral, pero
que en algaradas callejeras, que exceden cualquier derecho de reunión o
manifestación, obtienen el 100% de eficacia, sobre todo si, como es el caso,
hay una flagrante dejación de autoridad democrática.
El
alcalde de Burgos, como cualquier otro gobernante en circunstancia similar, debiera
dimitir “ipso facto”, reconociendo así su incapacidad pasada, presente y futura
para gobernar. Pasada al no haber sabido dar fluidez a los cauces de participación
y comunicación ciudadana, confiando su suerte sólo a la legitimidad de su
mayoría absoluta, al extremo de ignorar el frentismo que se estaba gestando. Presente,
por su torpeza al afrontar el conflicto ya estallado, manteniendo su postura y
reforzándola con la aprobación democrática en un pleno del Ayuntamiento para,
horas después, rendirse ante los violentos con el argumento de mantener “la paz
social”, de que las empresas concesionarias recibían presiones en sus propias
sedes y de que “es mucho más importante la convivencia”. Y futura porque, tales
argumentos, impuestos por la fuerza de los violentos y no por la razón
democrática, socaban directamente su autoridad personal y la del modelo
democrático, incitando al uso de la fuerza a quienes no tienen legitimidad para
ejercerla como método para conseguir los objetivos que pretendan, al margen de
la bondad o maldad de los mismos y, sobre todo, al margen de las reglas de
juego establecidas.
A
pesar de las torpezas, tozudeces, errores e incluso irregularidades, delictivas
o no, de cualquier gobernante, y, al margen de las razones, intereses y
objetivos, razonables o no, de cualquier colectivo de ciudadanos, traspasar el
umbral de las reglas de juego es siempre la peor de las soluciones. Y si la
conclusión final es el triunfo de la fuerza y la violencia ilegítima por
dejación de autoridad, voluntaria o forzosa, la solución es pésima, un verdadero
dardo envenenado al corazón de la democracia. Es lo que ha sucedido en Burgos.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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