A
día de hoy, nadie, en su sano juicio, puede negar que las migraciones han
dejado de ser un elemento dinamizador
del desarrollo social para convertirse en un grave problema de difícil
solución. Ni se trata de un fenómeno novedoso, es casi tan antiguo como el
hombre, ni, en términos generales, obedece a causas nuevas. Como siempre las
migraciones o son de carácter voluntario (afán de aventuras, conocer nuevas
tierras y gentes…), que no generan problema alguno, o de carácter forzoso, bien
por causas naturales (catástrofes, sequías, hambrunas…), bien por causas sociales
(persecuciones, guerras, discriminaciones, pobreza…), que, en los últimos
tiempos, especialmente estas últimas, han eclipsado todas las previsiones con
un constante flujo humano mastodóntico desde un subdesarrollado sur, que les
mata de hambre y miseria, hacia un desarrollado norte, que les acoge para
explotarlos en tiempos de bonanza y les rechaza en tiempos de penuria,
condenándolos, en el mejor de los casos, a engrosar las cada vez mayores bolsas
de pobreza coexistentes con el desarrollo, convertidas en miserables paraísos
para quienes proceden del maldito infierno de la inhumanidad extrema del sur.
Esta
avalancha sin precedentes y en un mundo económicamente globalizado se convierte
en un gigantesco problema global que no se puede resolver sólo con las viejas
recetas en el lugar de destino como es el cierre de fronteras para impedir la
avalancha que, en definitiva y en el mejor de los casos, sólo consigue alejar
el problema pero no erradicarlo. Por tanto, se requiere también actuar en los
lugares de origen para erradicar o al menos suavizar las causas que provocan
éxodos masivos de sus respectivas poblaciones. Sólo así la migración, temporal
o definitiva, recupera su sentido dinamizador de desarrollo humano recíproco,
tanto para el territorio emigrante, que se beneficia de los recursos de su
población emigrada, como del territorio inmigrante, que se beneficia del
potencial humano necesario de la población inmigrada para explotar eficazmente
sus recursos. Sólo así la migración deja de ser un trauma generador de desequilibrios
económicos, conflictos raciales, ghetos y totalitarismos políticos. Un problema
de todos, que, entre todos, tenemos que resolver. Por ello es deplorable la
estrechez de miras con que se afronta cada episodio conflictivo, concreto y
puntual, como está sucediendo con los incidentes de Ceuta en los que,
desgraciadamente, murieron ahogados quince de los inmigrantes que pretendían
alcanzar la costa española con la intención de quedarse en Europa.
Que
unos 20.000 inmigrantes hayan fallecido en los últimos quince años intentando
cruzar de África a Europa a través del Mediterráneo, que hace menos de seis
meses 400 inmigrantes perecieran en Lampedusa, que hace unos días murieran en
la frontera de Ceuta los antes citados, que días después más de un centenar
consiguieran entrar en Melilla o que unos 40.000 estén esperando desde
Marruecos el momento oportuno para dar el salto definitivo a Europa a través de
la única frontera terrestre que la separa de África, debiera hacernos
reflexionar sobre las dimensiones y gravedad del asunto que estamos tratando.
Un problema social, económico, ético y humano que trasciende las recetas
teóricas de tipo ideológico o religioso y requiere con toda crudeza soluciones
prácticas, medidas claras, precisas y objetivas que, despojadas de demagogia,
sean capaces de dar respuesta equilibrada a una cuestión indiscutible: ni
Europa, en este caso, puede abrir las puertas a una inmigración infinita, ni,
para impedirlo, puede utilizar métodos tan inhumanos como los que han sometido
a millones de personas a la más abominable e hipócrita de las condenas como es
dejarlos morir de hambre.
Por
todo ello, convertir el trágico episodio de Ceuta, como cualquier otro por el
estilo, y al margen de una necesaria investigación serena y eficaz para depurar
supuestas responsabilidades si fuesen procedentes, en un irresponsable e
hipócrita debate público entre gobierno y oposición con claro objetivo
electoral, merece el rechazo más contundente por parte de cualquier persona
mínimamente interesada en que se coja de una vez por todas el toro por los
cuernos y se discuta sobre la problemática global de la inmigración, sus
verdaderas causas y las medidas concretas a tomar para reducir al menos sus
efectos nocivos. Eclipsar el verdadero debate, el que interesa de cara a zanjar
el problema, con debates parciales sobre supuestas actuaciones improcedentes
por parte de la policía o guardia civil, que pueden y deben aflorarse
simplemente con una exhaustiva investigación, supone pasar de forma descarada
de una de las mayores tragedias que padece hoy la Humanidad.
Una tragedia, dura y
cruel, que requiere de un consenso amplio entre gobierno y oposición a la hora
de aportar medidas eficaces y a la de exigir las responsabilidades pertinentes a todos los afectados, aunque sólo
sea para optimizar los mecanismos más sencillos, los que sólo pretenden alejar
el problema en vez de intentar solucionarlo, que como mínimo requiere, como
decía Rajoy hace unos meses, que “el control de fronteras exteriores de la UE
es un esfuerzo que debe ser compartido por el conjunto de la Unión, Estados
miembros, instituciones y agencias” y, por tanto, “la Unión debe facilitar
apoyo político, operativo, financiero a aquellos países que constituimos su
frontera exterior, y que más presiones y responsabilidades asumimos en
beneficio del interés común”. Lamentablemente en España no estamos por la
labor, ni siquiera la de ponernos de acuerdo en cómo han de controlarse las
fronteras, aunque, en cada momento, cada gobierno, al margen de su ideología,
la controle de idéntica forma y, recíprocamente, cada oposición la critique con
idénticos argumentos y descalificaciones. En tales condiciones el grave
problema migratorio va para largo, por lo visto, importa bien poco
solucionarlo.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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