La
movida política y mediática desencadenada tras los incidentes del 22-M, así
como la surgida alrededor del proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana, requiere
reflexionar sobre el derecho de reunión y manifestación, consustancial con la Democracia
y, por tanto, con la Constitución. Dicho de otro modo, no se entiende la
democracia si no existe el derecho de reunión y manifestación, lo que requiere,
por parte de la autoridad, la protección del mismo. Es el derecho de los
ciudadanos a congregarse circunstancial o transitoriamente, bien de forma
estática (reunión) o dinámica (manifestación). Pero, dicho lo anterior, no es,
ni puede ser, un derecho ilimitado. Así lo entienden, menos en España, en todos
los estados democráticos del mundo, ya que no es un derecho fundamental del
individuo como tal (por ejemplo, como el derecho a la vida), sino en calidad de
miembro del grupo y, además, su disfrute está muy estrechamente relacionado con
el orden público, básico para la garantía de otra serie de derechos que,
igualmente han de protegerse institucionalmente. Es, por tanto, inadmisible
que, al margen de la ideología de cada cuál o del interés que tenga por cargar
las tintas hacia la prevalencia o no del mantenimiento del orden público a la
hora de fijar las lógicas limitaciones al ejercicio del derecho de reunión y
manifestación, se utilice la demagogia y se tache de dictadores o anti
demócratas a quienes, dentro de los límites que la propia ley establece o pueda
establecer, constitucionalmente hablando, simplemente pretendan ajustar los
desequilibrios manifiestos entre las garantías de protección de los derechos en
conflicto de unos (los manifestantes) y de otros (todos los demás).
Salvo
que se pretenda en España una democracia peculiar e inédita, distinta a la de
los demás estados democráticos de nuestro entorno geográfico o político, no se entiende,
salvo desde la mentira y la mala fe, que se acuse al gobierno (que, en este
caso, ideológicamente no es santo de mi devoción) de dictatorial por el mero
hecho de que pretenda que el ejercicio del derecho de reunión y manifestación
no suponga un reguero de violencia y atropello impune de los derechos de otros
ciudadanos y, por lo tanto, se convierta en un acto ilegal. A cada quien le
puede gustar más o menos el asunto, pero rebatirlo con acusaciones de
antidemocracia es una majadería en toda regla. Basta recordar que en España,
como en el resto de países libres y democráticos, se reconoce el derecho de
reunión pacífica y, por ende, sin armas y sin necesidad de previa autorización
u otro requisito, salvo si ésta es en lugar de tránsito público o es una
manifestación que sólo requiere de comunicación previa a la autoridad, quien,
además, sólo puede prohibirla o modificar sus circunstancias si hay razones
fundadas de alteración del orden público con peligro para personas o bienes.
Basta
echar un vistazo al derecho comparado para entender que, con los matices
pertinentes, en ningún lugar el derecho de manifestación es ilimitado, sin que
por ello sus respectivos gobierno se vean acosados por la oposición política
democrática simplemente porque cumplen a rajatabla la legalidad, ni los
partidos mayoritarios sean tachados de totalitarismo porque pretendan modificar
la ley en aquellos aspectos que consideran mejorables, especialmente si la
modificación pretendida formaba parte de su proyecto electoral y fue respaldado
por la mayoría de los ciudadanos. Valga como ejemplo que países como Francia, Italia
o EEUU requieren que las manifestaciones sean autorizadas y no sólo
comunicadas; que países como Alemania, Francia, EEUU, Reino Unido o Países
Bajos restringen e incluso prohíben manifestaciones si se celebran cerca de
edificios públicos ocupados por el poder Legislativo, el Ejecutivo o el
Judicial, cuando aquí, no sólo se celebran cerca sino además rodeando los
edificios e impidiendo a sus autoridades entrar en ellos; que en países como
Bélgica están sujetas a control policial y prohibidas si amenazan la seguridad
pública o si sus participantes se cubren el rostro, cuando aquí son los
violentos quienes pretenden controlar a los policías enviados a las mismas; que
en países como Francia, las aglomeraciones sobre un lugar público pueden ser
dispersadas con castigos de hasta un año de cárcel y multa de hasta 15.000
euros para quienes se nieguen a hacerlo; o que, en países como Reino Unido,
Francia o Alemania haya que señalar a los organizadores o responsables de la
convocatoria, con sanciones en caso de que incumplan la normativa; y así, toda
una serie de ejemplos que, oyendo a los libertadores democráticos españoles y
sus acusaciones sobre las liberticidas actuaciones que se dan en España, nos
llevarían a la conclusión lógica de que si, como dicen, en España hay una
dictadura, con las pertinentes agresiones a la libertad y los correspondientes
recursos a la tortura y atropello de los derechos humanos, en el resto de
Europa (aunque de ella no digan nada, como prueba de su peligrosa demagogia)
debe haber un sistema torturador liberticida sin parangón en el tiempo ni en el
espacio; un verdadero estado de terror.
Seguramente
por ello es por lo que las insólitas imágenes del 22-M sólo se dan en España,
la puesta en libertad de los agresores, también, y, por supuesto, la falta de
unidad de todos los grupos políticos democráticos a la hora de defender a la
población de los verdaderos enemigos de la libertad y la democracia, para
impedir su vergonzante impunidad. Al menos, en los demás países, quién la hace,
la paga. Aquí, no. Este es el déficit de nuestro Estado de Derecho, justo lo
contrario de lo que los liberticidas mantienen.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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