La
avalancha de manifestaciones subidas de tono y con carácter delictivo en las
distintas redes sociales genera en la inmensa mayoría de usuarios una
preocupación progresiva al ser cada vez más conscientes, por mero sentido
común, de que no todo vale, ni dentro ni fuera de las redes. En efecto las
injurias, calumnias, amenazas, difamaciones, acosos, incitación a la violencia,
usurpación de identidad, entre otra serie de delitos, han de ser siempre
perseguibles al margen del medio en que se hagan o difundan. Más aún si cabe,
cuando sus autores, se esconden o pretenden hacerlo tras el más cobarde
anonimato, convirtiéndose en verdaderos energúmenos anónimos que, con
aspiración de impunidad, generan, además del puntual y concreto delito
cometido, un caldo de cultivo adecuado para comportamientos violentos, no sólo
verbales sino, incluso, físicos. Y mucho más si, como es el caso, al utilizar
las redes sociales se está dando publicidad al delito lo que se convierte en agravante.
Es
exactamente la impunidad la que desata una polémica social entre partidarios y
detractores de nuevas medidas encaminadas a exigir las pertinentes
responsabilidades a estos delincuentes. Una hipócrita polémica, como tantas
otras, alimentada por intereses electorales de unos u otros partidos políticos
con el manido derecho de libertad de expresión como arma arrojadiza identitaria,
cuando todos, absolutamente todos, saben, o debieran saber, que no se trata de
un derecho sin límites y, por tanto, requiere una regulación precisa, clara y
concreta para que su uso no invada otros derechos individuales o colectivos. Si
tal como está hoy regulado no es satisfactorio socialmente, regúlese; si no se
trata de eso, sino de falta de medios, pónganse. Lo que no es aceptable es
montar una gresca teórica sobre la libertad de expresión, mientras demasiada
gente se ve impotente para afrontar a semejantes energúmenos, sin que las
instituciones gubernamentales les protejan al dejarlos que sigan actuando a su
libre albedrío. Aunque, claro, si agresiones verbales o físicas en directo,
como las sufridas entre otros por Montoro, Chacón, Valenciano, Navarro y otros
tantos, quedan prácticamente impunes, poco se puede esperar al respecto de las
cometidas a través de las redes que requieren mayor complejidad, empezando
porque a cualquier red social hay que aplicarle la legalidad del lugar en que
radique la sede de su sociedad, al margen de donde opere dicha red.
Pero,
si, de un lado, las nuevas tecnologías permiten afrontar cada vez mejor este
problema y, de otro, la propia UE, consciente de la gravedad progresiva del
mismo, trabaja ya en un proyecto común que permita aplicar las normas europeas
a toda empresa que preste servicios a los europeos, al margen de donde esté
radicada, estableciendo incluso la obligatoriedad de notificar a las
autoridades cualquier violación grave que pueda haberse producido, carece de
sentido que aquí perdamos el tiempo en debates baladíes. Si de lo que se trata,
o debiera tratarse, es de proteger los derechos fundamentales de los usuarios
frente a los energúmenos, anónimos o no, es torticero introducir el mensaje de
que cualquier modificación al respecto, legal o técnica, lo que pretende es
coartar la libertad de expresión y maniatar a las redes sociales, cuando éstas,
simplemente son el medio que utilizan los delincuentes. El objetivo debe ser la
mejora de la protección de dichos derechos fundamentales, persiguiendo a
quienes los transgredan, aunque algún que otro tipo de energúmenos, lo que
entienda es que, por ejemplo, un acoso es delito, pero si es ciberacoso ya no
lo es, o que una amenaza en directo o en un medio de comunicación es delito
pero en las redes sociales no, cuando por puro sentido común un delito lo es al
margen del medio o circunstancia en que se produzca y, por tanto, igualmente
perseguible, que es de lo que se trata.
Ni
la Constitución, ni la UE, aceptaría medidas que fueran encaminadas a recortar
el derecho básico de la libertad de expresión, menos en un país, como el
nuestro, bastante garantista. No cabe pues alentar un debate al respecto. Al
final, han de ser los jueces quienes, con la legalidad vigente, decidan el
alcance del tipo penal a perseguir y, los legisladores quienes, si es necesario
socialmente, modificarán dichos tipos. Sólo cabe, en todo caso, poner en manos
de la Justicia los instrumentos suficientes y en la conciencia de las víctimas
la necesidad de denunciar los hechos que, como no puede ser de otra forma,
habrían de verse caso a caso, ya que sería aberrante pensar en una especie de
juicios sumarísimos. Pero ello se consigue a base de garantizar a los
denunciantes que su denuncia, salvo en delitos que sean perseguibles de oficio
y no de parte, no caerá en ningún caso en saco roto. Lo que es intolerable es
que, tratándose más bien de un problema de medios e instrumentos para impartir
una justicia eficaz y justa, valga la redundancia, simplemente aplicando la
legalidad vigente, bastante similar a los países de nuestro entorno, se
prostituya este verdadero debate, presentándolo a la ciudadanía como un
problema sobre la libertad de expresión. Este es el verdadero problema, la
demagogia.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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