Es
innegable que la imputación de un delito fiscal y otro de blanqueo, que hace el
juez Castro a la Infanta Cristina, es, se mire como se mire, radicalmente
atípica. Con toda certeza, en las decenas o centenares de casos sobre este tipo
de delitos que habrá instruido Castro, o cualquier otro juez con experiencia,
no habrán confluido en ninguno de ellos, ni con tamaña intensidad, el interés
mediático y político, las correspondientes presiones y especulaciones, la
repercusión nacional e internacional, el alto estatus social de los
investigados, los apriorismos populares inducidos por demagogias interesadas, y
tantas y tantas otras variables que, obviamente, convierten el “caso Nóos”,
especialmente en lo concerniente a la Infanta de forma directa, en un caso
singular. Y es precisamente en esta singularidad dónde hay que buscar los
atípicos comportamientos, tanto del juez instructor como del fiscal, que, a mi
juicio, rebasan la lógica discrepancia jurídica, precisamente en la fase
instructora del proceso en que, al fin y al cabo, sólo se dilucida, aunque no
es poco, si, con las pruebas aportadas, se imputa o no a los encausados algún
tipo de delito en esta primera instancia para pasar a la fase de juicio, en que
habrá, en todo caso, que demostrarlo o no, en caso de que la siguiente
instancia mantenga la imputación.
De
entrada, ni es habitual tan prolijo auto de imputación por parte del juez
Castro para argumentar su decisión, ni tan descalificador recurso por parte del
fiscal Horrach para oponerse a la decisión del juez, excediendo ambos el
estricto y habitual ámbito argumental jurídico. Máxime si ya, en la anterior
imputación de Castro a la Infanta, desestimada por la Audiencia de Palma en su
momento, la refriega dialéctica pública entre ambos fue de tan alta tensión y
con tamañas descalificaciones que parecía imposible que ahora se repitiese e
incluso se superase. Tanto Castro como
Horrach tienen un prestigio suficiente, como para no entender su
protagonismo en un espectáculo que, en definitiva, deteriora la escasa
credibilidad que los ciudadanos tienen en la justicia. Pero si el
comportamiento de juez y fiscal es atípico, más atípico es el debate
especulativo mediático y callejero que, en definitiva, condena “a priori” a la
Infanta antes de que la Audiencia de Palma ratifique o no la imputación que le
hace Castro, sin tener en cuenta que, según los expertos, es difícil imputar un
delito fiscal con informes contrarios de Hacienda y complicado demostrar el de
blanqueo de capitales, que requiere un conocimiento previo del origen
fraudulento de los fondos, concluyendo que, en todo caso, con las pruebas
aportadas, hubiese sido más adecuado imputarle otro tipo de delitos como puede
ser el de enriquecimiento indebido.
En
todo caso, para la inmensa mayoría de la gente, lo que menos importa ya es la
demostración o no de los delitos imputados a la Infanta. “Ha mentido”, dicen
unos. “¿Es que era tonta?”, preguntan otros, tras su declaración judicial,
basada en “no sabe, no contesta”, olvidando que son estrategias y derechos de
la defensa legales que todos utilizan habitualmente. Pero, convencidos todos de
su culpabilidad real, que no jurídica, mientras exigen igualdad de la ley,
niegan a la Infanta igualdad en su defensa, olvidando que, al final, la verdad
real no coincide muchas veces con la verdad jurídica, que ha de demostrar
fehacientemente un tribunal. Por lo visto, en este caso no, pues, si Hacienda
no acredita documentalmente la categoría de delito de fraude, es que miente,
aunque nadie le exija responsabilidades, ni a Hacienda, ni a las autoridades
que permitieron a Urdangarín todo tipo de tropelías simplemente por ser “vos
quien sois” saltándose la legalidad a la torera. Si el fiscal, en su papel de
defender la legalidad, discrepa del juez, es que está vendido en vez de estar
cumpliendo con su obligación o si el juez la imputa es por razones interesadas.
Y así tantos otros detalles atípicos en cualquier otro procedimiento normal y
corriente. Es el absurdo maniqueísmo popular, inducido y alimentado por claros
intereses políticos.
Y para colmo Horrach, en su atípico
celo por ejercer su responsabilidad, rebasa todos los límites señalando prácticamente
en su recurso conductas delictivas del juez al considerar que “cuando el puerto
de destino está determinado antes de iniciar la investigación, basado en meras
conjeturas, contamina de tal forma la marcha exploratoria que la convierte en
un itinerario inamovible, en el cual los parámetros de imparcialidad,
objetividad y congruencia que deben presidir cualquier actuación judicial
quedan relegados”. Si añade que la instrucción está “presidida por un credo y
no por la sana guía de la duda”, con alguna deducción que “no ostenta ni la
categoría de simple sospecha”, y manifiesta que “no es que la imputada sea
evasiva sino que no dice lo que el instructor quiere oír” y que “ante la falta de nuevos datos que contradigan o
desvirtúen lo que en el año 2012 manifestó el instructor, cabe preguntarnos a
qué se debe este cambio de criterio tan radical, por qué lo que era blanco y transparente en
el año 2012 muta a oscuro y con tintes criminales en el año 2014”, es obvio
que, al margen de lo que se resuelva sobre la Infanta, a quienes debiera
procesarse es, bien al juez Castro por prevaricación, bien el fiscal Horrach
por injurias y calumnias. Castro le insta a que le denuncie por prevaricación,
Horrach no lo hace. Ambos, teniendo la posibilidad de recurrir a la Justicia,
prefieren mantenerse en el peor de los escenarios para hacer creíble la
Justicia, con mayúsculas, a la ya bastante manipulada opinión pública. Por
tanto, se decida lo que se decida sobre la Infanta, quien realmente ya ha
perdido es la Justicia.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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