Ya
no sé si es mejor o peor que debates políticos, como el que acaba de finalizar
sobre la investidura, no sean seguidos en directo por muchas personas que, a lo
sumo, más bien se quedan luego con las versiones, siempre subjetivas, que
emiten posteriormente los medios de comunicación, en especial los televisivos o
radiofónicos, adobados debidamente por analistas y tertulianos, conocidos ya
por la audiencia por sus sobradas mochilas de parcialidad partidaria. Y no lo
sé porque quien haya tenido la paciencia de seguir en directo la larga sesión
de investidura de principio a fin, desde el discurso del candidato hasta el
inicio de la votación, inevitablemente ha debido de tener un sentimiento de
frustración, como me sucede a mí, salvo que, poniendo sus intereses militantes
o de alineamiento ideológico, se haya conformado con el mayor o menor acierto
puntual de la intervención de su respectivo líder político preferido que, en
términos generales, tampoco han sido como para tirar cohetes de alegría. Y ya
no me refiero a la inevitable frustración porque por segunda vez consecutiva
nuestros parlamentarios hayan hecho gala de su incapacidad supina para investir
a un Presidente de Gobierno, que también, sino además porque, visto lo visto,
vista la altura de miras de los mismos y vista la consistencia de sus
argumentos, me temo que esto no tiene arreglo y que, si los españoles no
tomamos la decisión de dar un claro vuelco electoral en el sentido que sea en
las cada vez más probables elecciones navideñas, tampoco lo tendrá después de
las mismas. Un Parlamento atomizado, como el nuestro, sólo es eficaz y útil si
los respectivos grupos parlamentarios, si sus líderes, son capaces de dialogar,
de buscar acuerdos, de negociar, de ceder proporcionalmente a su resultado
electoral en sus postulados programáticos, de consensuar propuestas que mejoren
la situación actual, en definitiva, de buscar solución a los problemas en vez
de convertirse en un problema para las soluciones como se ha puesto en
evidencia en este debate de investidura. Y, a la vista está, hoy son el
problema para resolver la solución de la gobernabilidad de España, uno de los
asuntos esenciales en cualquier Estado.
En
efecto, salvo el discurso inicial del candidato Rajoy, centrando el objetivo de
la sesión parlamentaria, exponiendo las razones que le avalaban para presentar
su candidatura y ofertando su pacto programático con CC y Ciudadanos, que
recogía buena parte de lo acordado por Sánchez y Rivera de cara a la fallida
investidura anterior del socialista, nada más iniciarse el debate con la
intervención de Sánchez, ácida y genérica en contraste con la de Rajoy en su
discurso, el debate se transmutó en una especie de ajuste de cuentas sobre la
gestión gubernamental pasada, cuando de lo que se trataba era de consensuar un
plan de gobernabilidad futuro para beneficio de la mayoría de los españoles. Y
ahí se finiquitó el debate de investidura. La contundente respuesta de Rajoy a
Sánchez, no eludiendo el cara a cara que le imponía el socialista, y el rechazo
inmisericorde de éste a cualquier acuerdo o diálogo con el candidato popular
(ya lo había considerado como “prescindible”, como si el diálogo no fuera
esencial en democracia y, por tanto, imprescindible), para dejarle gobernar,
sin ofertar alternativa alguna, aclaraba el predecible recorrido del resto de
intervinientes, pues, salvo la intervención de la portavoz de CC y del portavoz
de Ciudadanos (por cierto, la de Rivera como la más acertada, razonada,
responsable y ajustada al motivo de lo que se debatía), que apoyaban la
investidura, todos los demás (Unidos Podemos, ERC, PNV, Bildu y el Grupo Mixto,
incluido CDC), como se preveía, hicieron gala de sus demagógicos planteamientos
genéricos, incluso antidemocráticos, que sólo sirvieron para el lucimiento del
candidato Rajoy en sus ingeniosas e irónicas respuestas, demostrando estar a años
luz de tan impresentables contendientes.
Frustración
preocupante, pues, con semejantes mimbres, es imposible hacer el cesto de la
gobernabilidad, por lo que, o se emprende el reto de una reforma electoral,
como en otros países de nuestro entorno, tendente a una mayor garantía de
conformar mayorías parlamentarias o se cambian radicalmente los irresponsables
liderazgos políticos de nuestros partidos. Me temo que lo primero es más fácil
que lo segundo, pues cambiar los liderazgos correspondería a los militantes de
cada partido, cuyas élites se encargan de perpetuarse internamente para
mantener sus privilegios particulares sin importarles que se hunda el propio
partido, y, menos aún, el interés general de los españoles. Sin embargo lo
primero sólo depende de que otros partidos se sumen a la propuesta de reforma
electoral incluida, como tantas otras, en el rechazado pacto de investidura,
para consensuar una reforma electoral más garante de la gobernabilidad de
España, salvo que nos guste más seguir convocando elecciones hasta que alguien
consiga la mayoría absoluta. Así, ya ven, no podemos seguir.
Fdo. Jorge
Cremades Sena
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